Igual que las respuestas que busca,
Glauca es ambigua.
Nace del fondo y en el fondo.

Glauca dice :¿Por Qué?

Ad Hoc

lunes, 26 de abril de 2010

Relato nº 7. ¿Cualquier tiempo pasado fue mejor?


La mejor manera de librarme de la tentación es caer en ella. (Oscar Wilde).

Me había pedido mi editor un relato corto erótico. Corto: a mí que siempre me tachaban los críticos más feroces e implacables de “barroco, excesivo, ampuloso y grandilocuente”. Era el primer reto. El segundo era aún más complicado: erótico.
Sin saber muy bien qué me había conducido a ello, vivia un extraño celibato voluntariamente adoptado. El sexo que tanto me obsesionó en su momento, había perdido dosis de interés, capacidad de asombro, carestía de nuevos hallazgos y poca o nula capacidad lúdica de mis últimas parejas.
Andaba en estas tribulaciones, garabateando la página de cuadrícula azul de mi viejo bloc de notas; con la mirada perdida en el firmamento de botellas sobre los anaqueles infinitos que brillaban al otro lado de la barra en la que, acodado, buscaba la inspiración en las doradas lágrimas del segundo whisky. Frecuentaba aquel piano bar. Los camareros se habían acostumbrado a mi peculiar sentido del humor; su cercanía no sobrepasaba los límites de la discreción y la clientela frisaba una media de edad sin cabida para la pubertad. Definitivamente, me sentía cómodo allí, probablemente porque todo me parecía lejanamente familiar. Por eso me sorprendió verla allí.

Me había girado levemente al escuchar la pesada hoja de cristal que insonorizaba todo el local, abrirse no sin dificultad. Cuando me despreocupé de las nuevas caras que entraban, me topé con aquel par de piernas tan lejano para mis manos, tan cercano en mi recuerdo. Sólo podían pertenecer a ella.. Su larga melena atornasolada me daba la espalda. Un ceñido vestido beige escote palabra de honor dejaba al descubierto sus pálidos hombros y tendía a la tenue luz filtrada por los ventanales algunos de los lunares que moteaban su espalda y permitían que estampadas medias cubrieran los muslos, rodillas y tobillos que aún me perseguían por los tortuosos pasillos del deseo.
La acompañaba una mujer de mediana edad tan anodina ante sus labios de mariposa de alas extendidas y sus ojos, que lo decían todo sin hacer ruido, que no mereció mi atención más de lo justo para decidir que mejor quedarme ante mi hoja vacía y mi vaso medio lleno, pues entre otras cosas, no sabía qué podía decirle media vida después de la última vez que me besó, que la última vez que la perdí;
Pero mi decisión llegó más tarde que el giro perversamente estudiado de su cuello que mecía los cabellos crisol de caoba y azabache. Sus ojos se clavaron en mi retirada y su voz pronunció, sorprendida, mi nombre, enterrado en los arcenes de su olvido. Desocupé mi corner del mostrador y me dirigí hacia el otro lado del local, a ese otro extremo de mi pasado que me esperaba a menos de cinco pasos.
Tras un efímero lapso de mutua incredulidad desengañada, me presentó a su amiga que respondía al estúpido nombre de Feliciana y que, vista de cerca, confirmaba todas las atroces sospechas que la inmediata lejanía ya auguraba. Por suerte, Feliciana ya se iba..
Ya solos, dos miradas enfrentadas. La mía intentando escapar de sus pestañas como telarañas; la suya buscando las huellas que el tiempo había dejado en mi rostro y en mi cuerpo. Mi pelo entreverado de plata y carbón; el hoyuelo de la barbilla amplificado por los años. Yo no pude evitar detenerme en un escote más generoso que mi recuerdo, ni en aquellos malditos labios, carnosos goznes de las puertas del paraíso y del infierno a un mismo tiempo. Se interesó por mi estado civil a lo que yo respondí que “soltero por vocación y solitario por elección”.
Sin descubrirme el suyo, mi respuesta accionó un escondido resorte que comunicaba su vientre con el cerebro deteniéndose en la jugosa boca que sin más conversación espetó: “Llévame a tu casa. Ya.” No me detuve ni a pagar. Con un gesto le indiqué al camarero que me lo apuntara mientras con la mano derecha ya le abría la puerta antecediéndole la salida del garito, la entrada al desenfreno.
Por suerte, la casa estaba virando un par de esquinas. Ni una palabra alfombró el trayecto; ni la subida hasta el piso por el ascensor trasbordador del séptimo cielo. Traspasamos el umbral. No me dejó ni que le ofreciera una copa, pues nada más abrir la boca ya tenía su lengua en mi garganta. Me arrojó sobre el sofá de dos piezas y susurrándome “no preguntes nada más” desabrochó de dos en dos los botones de mi camisa. Devoró el antiguo aroma de mi pecho con la misma lengua que me había dicho adiós; mordió pezones, cuello y abdomen mientras sus uñas resbalaban entre los recodos de mi cintura. A tientas desabroché su vestido carmelitano, descubriéndome el acierto un pecho con olor a clavel y formas de mujer lejos de la niña que había conocido. Las medias parisinas dejaban libre el acceso a su entrepierna, a las ingles de espliego y al sexo derretido. Abortó mi primer intento de invadir sus terrenos, retirándome las manos y aprisionándolas con el cinturón que un segundo antes aún ceñía mis pantalones ahora por los suelos. Apretó mis muñecas con un tirón fuerte de correa que ajustó al último agujero de aquella, cortándome el riego sanguíneo, ya concentrado en el pene hinchado y erecto que ella introdujo, sin avisar, en el prodigio húmedo de su boca. La lengua me recorrió de arriba a bajo y de lado a lado . Su mano derecha aprisionaba mis testículos con un sube y baja vigoroso, casi violento. De súbito, cuando ya sentía que me hormigueaba el vientre y flaqueaban las rodillas, liberó mis manos de su yugo de cuero y mi pene de sus húmedas embestidas. Con un rápido movimiento deslizó el cinturón por mi cuello, apretándolo todo lo que dio de sí, permitiendo únicamente la dosis necesaria de aire que necesitaba mi cuerpo enervado y perlado por el sudor para cumplir con su imperiosa orden: “Ahora fóllame. Fóllame”. Reclinó su cabeza sobre uno de los brazos del sofá mientras mis manos aún trémulas por la presión a la que habían sido sometidas la despojaron de las bragas empapadas del deseo ahogado durante tanto tiempo. Me introduje con cuidado, indeciso, intentando recordar el camino que ya no frecuentaba; no hizo falta. En cuanto el glande comenzó a perforar su sexo mojado y palpitante, asiendo con furia el extremo de la correa me atrajo para sí, penetrándola completamente. Mis acometidas en principio suaves y pausadas poco a poco fueron acelerándose; sus uñas se fundían con mi espalda y dos bocas se buscaban entre jadeos, palabras entrecortadas y lenguas resecas por el ardor. Cada latido henchía mi cuello; el ritmo incesante se detuvo un momento para su desesperación. Al tirar del cinturón ordenándome que siguiera, abrazándola de la cintura, la coloqué sobre mis rodillas, dándome la espalda. La penetré sin la curiosidad de sus ojos, alargando mis dedos corazón y pulgar derechos hasta su clítoris indiscreto, pulsándolo a cada empellón de mi pene enloquecido. Sentí el rigor de sus caderas y el anegamiento de su vagina y de su vulva. Su cabeza la descansó sobre la mía al tiempo que ambos estallábamos en un orgasmo silencioso, ahogado y eterno.

Se vistió sin decir nada. Se despidió chasqueando un beso desde el dintel de la puerta.
Al entrar en el baño vi un número de nueve dígitos de carmín sobre el espejo y un imperativo subrayado: “Llámame”.
Por una vez el final satisfizo a todos. Yo tenía su teléfono; ella tendría su esclavo. Y mi editor, su relato.

viernes, 16 de abril de 2010

JOAN MANUEL SERRAT - Para la libertad (completo)



Para la libertad

Para la libertad, mis ojos y mis manos,
como un árbol carnal, generoso y cautivo,
doy a los cirujanos.

Para la libertad siento más corazones
que arenas en mi pecho. Dan espumas mis venas
y entro en los hospitales y entro en los algodones
como en las azucenas.

Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,
ella pondrá dos piedras de futura mirada
y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.

Retoñarán aladas de savia sin otoño,
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado, que retoño
y aún tengo la vida.