Igual que las respuestas que busca,
Glauca es ambigua.
Nace del fondo y en el fondo.

Glauca dice :¿Por Qué?

Ad Hoc

martes, 30 de marzo de 2010

Relato nº 6 IVáN




A España sólo llegó la mitad de Iván. O eso pensaba él.

Llegó desde Colombia y antes desde Italia, y antes de eso... había una solitaria playa, un sol tan blanco que dañaba el alma. Recordaba sin dejarse un centrimetro, un cuerpo bronceado, unas piernas eternas,.. sus labios... acuosos...
¡La pura imagen del dolor atravesaba su arrugado corazón con sólo iniciar su recuerdo¡
Iván vivia solo. Comía solo. Hablaba solo. Sólo veia la luz del sol un día a la semana. No era por gusto, sólo podia verla ese dia. Sólo un triste dia, llevaba su enorme cuerpo a pasear.
Y...mientras, vivía las vidas ajenas. Iván no tenía vida paralela. Tenía varias vidas paralelas.
Sus enfados, sus placeres, sus problemas eran los de los otros. No es que él no tuviese los suyos propios, pero le parecían incluso más ajenos a él mismo que los de los demás. No los soportaba.Sus curas diarias, mirarse soslayadamente las heridas, sus humillantes limitaciones, mataron la mitad de Ivan. Las odiaba profundamente de un modo grande, sangrante. Odiaba la torpeza, la debilidad que las causó, en él y en los demás.
Sólo los sobrellevaba. Solo, los sobrellevaba.

Los casi dos metros de Iván nacieron de un pueblo del norte de Rusia .De una madre que le dió la lengua con la que ahora trabajaba, y de un padre que le pintó los cabellos de oro blanco y le apretó unas mandibulas que en su tiempo causaron terror. Su esp
íritu era de tantas partes como sitios había visitado. Pero su movilidad ahora reducidísima,sólo le permitía trabajar en lo que había encontrado al llegar. No lo buscó, pero ese absurdo trabajo le permitía colarse por las rendijas humanas de gentes que, probablemente buscaban lo que él; compañia, sexo, olvido. Y él las oía, sin escucharlas ,las vivía sin vivirlas, las guiaba por sendas oscuras que nunca imaginaron recorrer.
El nuevo sexo de Iván, adquirido por sorpresa, sólo se producía en su mente pero para esas personas era muy real. Poseía una orda de seguidores que suplicaban su dominio y adiestramiento. Ivan sacaba lo mejor y lo peor de ellos.Todos sin excepción estaban al arbítrio del humor de Iván en ese día.Y el humor de Iván variaba según el dolor que sintiese en esa hora. Cuanto más dolor, más cruel era su comportamiento. Cuanto más ensañamiento, más éxito.
Un dolor físico lo atravesaba de costado a costado, casi cada segundo del día, y se unía a el, un dolor espiritual que encogía su poderosa mente y marchitaba sus escasas esperanzas.
Iván no tiene amigos.O eso cree. Pero ya muchos le conocen.Otros que el cree que no están aún siguen ahi. Estamos todos aquellos a quienes confiaste tus verguenzas y tus dudas.
Sólo los corazones gemelos en desdichas , que son más de los que él cree que le rodean, han reconocido el chirriar de huesos, el aullido de sus negros sueños, y el alboroto de sus sabanas sucias, y,espantados, reconocidos a sí mismos en algún momento de sus vidas, alertados, hacen causa común, dejan perjuicios y secretismos a un lado, reniegan de sus apodos y entran en Red, y en Rec, para tejer juntos un puente, un regalo para Iván, que queremos sea tambien un regalo para los traicionados, para los que almuerzan las migajas de humanidad que encuentran en los cubs ciberneticos que frecuentan invariablemente todos los dias, para los que cenan sin saber qué, con los ojos ya llorosos e irritados fijos en la pantalla, para los que la madrugada los descubre sin duchar, sin dormir y con los restos de un sexo cutre, miserable y bochornoso, en las manos.

Por las noches, inevitablemente, vuelven a Iván sus dulces caricias, sus muslos prietos trepandole, abriendose, Su boca le busca todas las malditas noches de esta miserable vida que se vió abocado a llevar. Dora, Dora...¡maldita Dora¡ ¿Para qué le ensañaste el cielo y luego le echaste a tus perros? Y...¿por qué tus perros le llevaron al infierno? Dora disfrazada de cordero.
Su dulce acento colombiano fue para Iván en aquellos días de vino y rosas, el descanso de un corazón maltrecho por las terribles maldades humanas que había tenido que ver en tantos años de guerras. Fue su traición, la traición más espantosa que persona alguna pudiese imaginar la que lo trajo a esta habitacion repleta de ordenadores, de tubos y maquinas.
De vasos de plástico con posos de café en los que sin duda, se puede leer el trágico final de Iván.

Pero Iván no sabe que se puede evitar. En realidad , nosotros sabemos que Iván no quiere evitarlo. Busca su destrucción , grita su desgracia, pinta su dolor. Lo recordamos, Ivan.
Huyendo de toda caricia que le recuerde que aún circula sangre roja por su piel, intentaste huir a otros lugares, cambiando nombre, consturmbres, pero hay grabados, Iván que no se olvidan.

Desde aqui, yo soy la voz de nosotros que hemos oido y visto tu miedo y tu odio.
Queremos y deseamos desde estas ondas donde circula tu vida, desde estos cables que son ya tus venas, que mires con atención y recogas este puente que lanzamos. Te traerá de nuevo a una vida con sol, y con nieve, en la que probablente puedas encontrar un modo de aprender a olvidar sin ese rencor que te está pudriendo el estomago, podrás compajinar las vidas que desees pero sin que ellas sean una salida desesperada a la soledad, y, podrás si vuelves a ver con el azul de tus ojos, y no con el negro glauco que los empaña, encontrar a otra Dora que no albergue en su corazón una ambición tan inhumana y terrible como para entregar un corazon guerrero a "Los desastres de la Guerra" .

sábado, 20 de marzo de 2010

Reflexion nº 2: Tu grito sordo

De golpe abres los ojos sobresaltada pero inmóvil. Pestañeas con dificultad y los frotas paliando el dolor que la leve y medrosa luz que entra por la persiana te causa. La boca seca, pegados los pálidos labios, casi no sientes las manos ni los pies entumecidos. No sabes donde están. Sientes la camiseta pegada al pecho húmedo, el cuello empapado en sudor. No acabas de despertar de una pesadilla. O al menos no la recordáis. Pero es así cada mañana. Cada espantosa mañana.
Intentando hacer un esfuerzo, que se os antoja sobrehumano, os situáis mentalmente; Donde estás, qué día es hoy, que tengo que hacer. Sí, si... eso, cosas que hacer. La recién nacida idea, parece tranquilizar tu alocado corazón qué, sin motivo aparente late desbocado.
La profunda angustia matinal comienza a remitir y ya puedes moverte levemente.
Hay que levantarse.
Hay que hacerlo, os decís una y otra vez, buscando desesperadamente las fuerzas para hacerlo realidad. Pero las fuerzas no están, no vienen, no existen. Os volvéis a desesperar buscándolas. Conoces el proceso, pero ello no te evita la agonía de volverlo a revivir una y otra vez.
Resignado y aún sin saber cómo, posas tímidamente los pies en el frío suelo, y, respiras el aire viciado de la habitación pareciéndote que es el único aire que tus pulmones respiran en los últimos tiempos. ¿Cómo olía era el aire de sabor naranja que traía la primavera?
Es la hora. Mejor dicho; antes de la hora. El inútil despertador no llega a sonar nunca, porque tú ya estás despierto.

Hay que desayunar.
Pero antes, hay que lavarse la cara, lavarse el cuello. Hay que entrar en la ducha para comprobar, para intentar que se aleje por el sumidero la pegajosa agonía que aún sientes trepar por tu espalda y, que es en verdad el desayuno de todas tus mañanas. La ducha alivia el cuerpo, pero parece que roza, solo roza una segunda piel que tortuosamente os cubre por completo y que has criado noche a noche . Un pellejo grueso, duro y arrugado. El agua hirviendo ni siquiera lava esta primera capa, pero al menos te devuelve al asqueroso mundo de los vivos. Olvidas cerrar el grifo. Esto también es frecuente. Injustamente, olvidas lo más elemental, teniendo sin embargo presente lo que más quisieras olvidar.

Hay que desayunar. Eso ya os lo habías dicho, ¿verdad?
Té, café, magdalenas, bollos, tostadas. Todos los días procuras ampliarle la oferta a tu estomago, pero tu boca se niega a distinguir lo que le ofreces, enviando la espantosa sensación a tu cerebro de que todas las mañanas desayunas trapos con agua sucia. Pero sabes que aún siendo así, HAY que desayunar.
Y lo que HAY que hacer, se hace.
La taza, la tetera el cubierto, pesan cada día más. El horno cada gris mañana se ríe socarronamente de ti ampliando el tiempo que gasta en dorar unas miserables rebanadas de pan. Pero hay que desayunar. Masticar, tragar, beber...masticar,.... tragar,... beber. Que no se olvide ningún paso.

Ahora toca volver al baño. Los dientes. Hay que frotarlos. La pasta se desliza con dificultad, pastosamente, por tu boca seca y después de que la enjuagues concienzudamente con litros de agua, y la refresques con colutorios de prometedores sabores a menta, hierbas, y aires marinos, sigues sintiéndola sucia, seca, pequeña, arrugada y escondida como la de las viejecitas que constantemente se humedecen los labios en un mecánico intento de encontrar con qué lubricar su reiterado y triste monologo.

Siguiente paso; Vestirse.
Hay que vestirse.
Aunque gustosamente darías un brazo si pudieses permanecer medianamente tibia tras tu enguatada bata y tu pijama nórdico de mil capas. Siempre hace frío. Lo temes y él que lo sabe se ensaña contigo. Se cuela por los pies, se cuela por el cuello, se instala en el vientre, se desliza hasta tus sienes.
Un zumbido sordo y espantosamente silencioso anega tus oídos, al sentir la punzada del gélido aire de la habitación donde te vistes todos los días.
Te vistes todos los días.
Te vistes todos los días.
Sí , eso haces. Sí.
Dentro, en lo que crees es tú alma no puedes oír a nadie ni a nada porque ese aire sopla con fuerza una ventisca del norte. Los aires del norte, - todos lo saben - invitan a hacer la maleta, pero ya ni siquiera sabes hacer una maleta. ¿Donde está? ¿Que voy a poner en ella? ¿Adonde me llevará este temporal norteño? Sólo imaginar el titánico esfuerzo que supondría te estremeces de espanto.

¡Ah si ¡ La ropa. La ropa.
Hay que vestirse.
A través de las pertinaces cataratas de tus ojos buscas con dificultad algo que sea abrigado. Miras intentando orientarte y ,casi por inercia, por la ventana. Hoy luce el sol. Hay sol. Sol. Parece que hace sol. Quizá no haga tanto frío. Pero el sol, el calorcito que recuerdas, ya no llega a tu alma. Ha de atravesar el frío cristal que empaña tus ojos y lo poco que llega a tu corazón no es más que una debilitada luz que tan solo ilumina el pedregoso senderito por donde obligatoriamente has de ir todos los días para que al menos las cosas no empeoren. Vuelves a tu armario, antaño feliz, usado y colorido y sin recordar que hoy ya hace sol, buscas de nuevo, algo abrigado. Lo colocas sin miramientos encima de tu segunda piel. Esperas que pueda espantar a este odioso frió, pero es como si entre la primera y la segunda piel, alguien hubiese colocado hielo, y nada puede derretirlo para calentar tu interior.

Hay que peinarse.
Hay que maquillarse.
Con tres o cuatro gestos aprehendidos mil veces, atusas rápido tu melena con un cepillo que parece hecho de plomo derretido, recogiéndola en una monótona coleta pasada de moda hace siglos. Sientes una punzada en la cintura al hacerlo. Casi agradeces la viva sensación. Tienes agujetas. Pero no de correr precisamente. Se te ocurre la cínica idea de que igual llorando mucho, se aprietan los olvidados abdominales y descubres un nuevo método Pilates o algo así.
Y ahora... hay que maquillarse, en eso habíamos quedado, ¿No?
Para darle a tu ceniciento rostro algo de ficticio color que haga creer a todos que aún hay ánimos, que aun se puede hacer algo, que aun puedes ver las flores blancas y rosas de la primavera aunque ya hace tiempo que parecen no florecer para ti. Para no preocupar, para no ser la peste que todos rehúyen, para.. . ¿parece optimista?
En verdad no sabes para qué finges tanto si da igual lo que hagas. Nada parece querer cambiar.
Ni siquiera necesitas mirarte al espejo. Podrias pintorretearte con los ojos cerrados. Es algo que haces desde los 12 años. Hoy no usaras lápiz ni rimel. Las lagrimas que manan mansamente, acostumbradas a recorrer el mismo camino, mantienen tus ojos brillantes pero irritados.
Repentinamente al salir del baño, vislumbras en el escarchado espejo una imagen que no deseas reconocer.. ¿Quien es esa señora de aspecto ajado, de ojos grandes y tristes peinada como una ancianita y gesto contraído en una mueca de dolor?

Coger el bolso, abrigarse aún más, las gafas de sol, las llaves . Abandonas el refugio. Sabes que pasarán unas horas antes de que regreses a tu trinchera, exhausta de no hacer nada, agotada de sonreír sin ganas, impotente de no poder actuar, asqueada de oír tantas palabras vacías, cansada de golpear un baboso muro que se te aparece bajo agua y que permanece inmutable ante tu rabia..

Colocas un amago de sonrisa en tu cara y sales. Ya en el umbral de la puerta, escuchas con atención pues unos días crees oír tanques, metralletas y aullidos de espanto que te ponen la piel de gallina . Otros, el silencio más intenso parece apoderarse del pasillo que lleva al ascensor y de tu vida, incrustándote un miedo primitivo y grande

Hay que irse.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Relato nº 5: Volver a la Esperanza




Yo me jacto de mis propósitos, no de mis logros” (Antonio Machado).


Volvieron a verse. Volvieron a hablar. Reanudaron. Como si de un tratado de paz –lo que realmente era – o un nuevo protocolo medioambiental se tratara. Y, como en todas los preacuerdos, debates y ponencias bilaterales, las intenciones de cada parte así como sus conclusiones no siempre eran coincidentes ni todo lo cercanas que ambos proyectaron al inicio de aquéllas.
A el le provocaron comedida felicidad, palabra que existe en el diccionario pero cuya definición es tan efímera como su sustancialidad: dura el mismo breve espacio de tiempo que su causa y se van con semejante volatilidad con la que se evaporan las razones de tan esporádico estado de ánimo. Por eso sus esperanzas intentaba amarrarlas con las cadenas de la realidad. No quería dejar volar sus ilusiones para que fueran a estrellarse sobre un mar de decepciones.
Una cosa era cierta, una verdad insondable y, de las pocas certezas absolutas que en su disoluta vida reinaban: la echaba de menos. Incluso sin quererlo; sin pretenderlo; la echaba de menos hasta cuando no la recordaba. Y no sabía qué era lo que realmente le faltaba de ella, pues, ¿qué añoraba? ¿Sus enfados, protestas y negativas? ¿Sus reproches, reprimendas y evasivas? O era aún más inquietante la pregunta: ¿echaba en falta aquello que nunca tuve y ahora deseaba no como un capricho o novedad, sino como una verdadera necesidad del alma y por una simple cuestión de justicia? Sí. Porque nadie se la merecía más que él. O eso se repetía, indudablemente, para levantar su i exánime optimismo. Quizá se había percatado de que estaba sufriendo el mal que describió Shakespeare cuando dijo que “había malgastado su tiempo y ahora el tiempo lo desgastaba a él”. No hallaba una respuesta unívoca, pero, como decía, si que una sola realidad sobrevolaba todas ellas: le hacía falta.
La inminencia de la Primavera no ayudaba. Todo lo contrario. Marzo traía aromas de azahar, de nardo, jazmín y clavel; agua dulce, ribera arrabalera, lirio y farolillos de papel; cucuruchos de galleta y cartón, luces violetas en los balcones y geranios en flor. Aromas, sonidos y colores que se la recordaban en cada rincón; que le hacían tropezar en cada esquina para luego mirar los ojos que me encontraban y ver que no eran de su color avellana.
No había meta; este viaje desconocía su estación término. El simple hecho de haber sacado el billete ya era ilusionante.

Despegar siempre absuelve mariposas estomacales y volar es la sensación más real que jamás podamos tener de la libertad.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Relato nº 4: El Tiempo que no nos pertenece.

El tiempo que no nos pertenece
embala en su mudanza el olvido
y nos devuelve, sin hacer ruido,
la pasión de ayer que no envejece.

Lo malo del tiempo que nos es ajeno
es la reciprocidad que desconoce;
la princesa escapa al dar las doce
y el amanecer no te abraza a su seno.

Lo peor del tiempo caprichoso y furtivo
es su compromiso alternativo,
la asimetría de las emociones,
el azar viajero y altivo
que embarca en su rueca dos corazones:
uno ocupado y el otro cautivo.

viernes, 5 de marzo de 2010

Relato nº 3 : "Baila"





Bailó hasta el amanecer. Disfrutaba con cada paso, cada movimiento sensual de sus caderas y con las miradas lascivas de los propietarios de mil codos apoyados en la barra que no podían separarse de aquella cadencia, las largas piernas girando sobre sus talones ni la melena al viento gris de la noche que ondeaba como bandera de la lujuria sobre el minarete de aquel castillo posmoderno que alguien había llamado “El último trago”.
Estaba exhausta y necesitaba ir al baño. Se excusó ante el trío de amigas que la habían acompañado toda la noche en su travesía de humo, alcohol y frenesí sobre la pista, y se dirigió hacia uno de los lavabos de mujeres habilitados en el garito.
Tras ajustarse las tupidas medias grises, lavarse las manos y remendar el maquillaje desnutrido por el calor, el sueño y el sudor, retomó el escaso pasillo mal y pálidamente iluminado que conducía a la parte central del local.
No encontró a nadie.
No estaban Ana, Carolina ni Laura; tampoco quedaba nadie bailando sobre la pista vacía, sucia y pegajosa. Ni un cliente apurando la última copa en la barra. Ni rastro de los camareros musculosos de la barra de la discoteca, ni de las camareras siliconadas de la parte de arriba, la dedicada a los mirones, solitarios, e ineptos para la danza. Ni limpiadoras ni porteros, ni parejas rezagadas sobre los mullidos sillones sobre los que escanciaban su pasión adulterada, el amor de garrafón del fin de semana.
El desconcierto al principio la inmovilizó. No lograba entender nada. Si se trataba de una broma, estaba resultando ser de poco gusto. De ninguno.
Cuando le volvieron a responder las piernas, bajó hasta la pista. Se asomó por encima de la barra buscando no sabía bien qué: alguien oculto, las pinzas de la cubitera por el suelo: nada. Volvió arriba. Igual. Regresó al baño. Puede que se hubiese excedido con el Brugal aquella noche, o que las madrugadas se le seguían dando igual de mal que siempre. Estaba tal como lo había dejado minutos antes. Por supuesto nadie en los lavabos, urinarios ni haciendo equilibrios sobre diminutos tubos de platino y cristal buscando en la nariz lo que su imaginación no les da.
Se enjuagó con abundante agua la cara y la nuca no fuera a ser que todo aquel ambiente le hubiese trastornado su percepción de la realidad. Pero no consiguió más que descorrerse el rimel y licuarse el carmín. Sola de nuevo al reencontrarse con la surrealista escena. Se dirigió entonces a la salida principal. El miedo la paralizó cuando comprobó que todos los accesos estaban cerrados por fuera. Intentó asomarse por el pequeño ojo de buey que mediaba una de las puertas: oscuridad. Noche. ¿Cómo si eran ya más de las ocho? Volvió la vista hacia el ropero: tampoco estaba la chica encargada del mismo, ni fichas, y sólo vio filas vacías de perchas excepto una que sustentaba su tres cuartos acolchado burdeos. Entró en la pequeña estancia y, con manos temblorosas descolgó el abrigo. El miedo siempre enfría y ella comenzaba a estar congelada.
Antes de subirse la cremallera hasta el cuello y cubrirse hasta las orejas con las hogueras solapas del jubón, percibió que aquello que le golpeaba el muslo derecho a cada paso dado, era su pequeño bolso colgado en bandolera. Frenéticamente buscó el teléfono móvil entre el resto de adminículos cosméticos variados que cohabitaban en tan recoleto espacio. Tenía que haberlo imaginado: no había cobertura; no podría comunicarse con el exterior. Marcó el número de Laura: silencio. El de Ana tras telefonear a Carolina y después hasta veinte contactos más con idéntica respuesta: la nada con voz de operadora enlatada.
Su desesperación iba en aumento. Le faltaba el aire; las lágrimas abrillantaban su visión; sus pies no sabían donde dirigirse, donde seguir sin llegar a ninguna parte. Así pasaron unos minutos que parecieron siglos: del corredor a la salida; de ésta a la pista de baile; de allí a la zona noble de arriba y después al cobijo viscoso de un desvencijado sillón que le diera una tregua al sollozo, la rabia y la impotencia que sentía.
Entonces sonó el doble bip estridente del celular. Abalanzándose sobre el bolso lo sacó y contestó haciendo caso omiso del nombre o número que la llamaba. Tras unos segundos de silencio repitió: “Sí. ¿Quién es?”– con voz trémula –. No hubo respuesta. Ahora imploraba una respuesta entre gritos y llanto. Otros segundos de vacío y después una ronca voz masculina vibró al otro lado del auricular: “Baila para mí. Si lo haces vivirás. Si no, aquí has encontrado tu final”. Se cortó de súbito la comunicación. Le temblaba tanto el pulso que el teléfono se le cayó al suelo. No lo recogió. Abrazada a sus rodillas mientras se repetía mecánicamente las frases de aquella voz ajada y desgarradora. Intentó controlar los latidos de su corazón respirando profundamente varias veces seguidas. Cuando el torrente sanguíneo se estabilizó meridianamente se levantó, bajó los cuatro escalones que la separaban de la pista; inhaló aire de nuevo como si fuera a sumergirse en una piscina y comenzó a bailar. Al principio se movía torpemente atenazada por el miedo, la ropa excesiva, la ausencia de música. Transcurridos diez, quizás quince minutos se deshizo del abrigo y el bolso; tarareaba mentalmente melodías conocidas y pegadizas y los pasos se tornaron más precisos y voluptuosos. Pasaron horas. Se descalzó. Las plantas de los pies comenzaron a sangrar; la cabeza le daba vueltas ante aquel ritmo incontrolable y artificial. El sudor le cubría todo el cuerpo; las piernas comenzaron a flaquear hasta finalmente caer y: la oscuridad.

Abrió los ojos sobresaltada. La imagen estaba borrosa, distorsionada. Acostumbró la vista a la luz, parpadeó repetidamente para enfocar y allí estaban Ana, Carolina y Laura. “Como tardabas vinimos a por ti” –dijo la primera de ellas. “¿Qué ha pasado? – acertó a decir. “Tú sabrás. Estuvimos casi quince minutos más fuera y como no salías entramos y te encontramos aquí, desmayada sobre el suelo”. No preguntó nada más. Se incorporó y salió en compañía de las tres amigas. Se despidieron en la parada de taxis más cercana, donde ya recuperada y como ninguna de las otras vivía en el mismo barrio que ella, entró en el primero que pasó a su altura con el cartel de libre. Le dio la dirección al taxista antes de que éste si quiera la preguntara. Quería llegar cuanto antes a casa. Pero al llegar a la esquina de la avenida que desembocaba en su calle, el taxi pasó de largo. Aún aturdida por el episodio sufrido, tardó unos segundos en preguntar: “Perdón, creo que se ha pasado la salida”. El conductor, clavando sus ojos turbios por el retrovisor contestó: “No, no me he equivocado”. “Entonces, ¿dónde me lleva?” – le preguntó.
- A que bailes para mí.