Igual que las respuestas que busca,
Glauca es ambigua.
Nace del fondo y en el fondo.

Glauca dice :¿Por Qué?

Ad Hoc

viernes, 5 de marzo de 2010

Relato nº 3 : "Baila"





Bailó hasta el amanecer. Disfrutaba con cada paso, cada movimiento sensual de sus caderas y con las miradas lascivas de los propietarios de mil codos apoyados en la barra que no podían separarse de aquella cadencia, las largas piernas girando sobre sus talones ni la melena al viento gris de la noche que ondeaba como bandera de la lujuria sobre el minarete de aquel castillo posmoderno que alguien había llamado “El último trago”.
Estaba exhausta y necesitaba ir al baño. Se excusó ante el trío de amigas que la habían acompañado toda la noche en su travesía de humo, alcohol y frenesí sobre la pista, y se dirigió hacia uno de los lavabos de mujeres habilitados en el garito.
Tras ajustarse las tupidas medias grises, lavarse las manos y remendar el maquillaje desnutrido por el calor, el sueño y el sudor, retomó el escaso pasillo mal y pálidamente iluminado que conducía a la parte central del local.
No encontró a nadie.
No estaban Ana, Carolina ni Laura; tampoco quedaba nadie bailando sobre la pista vacía, sucia y pegajosa. Ni un cliente apurando la última copa en la barra. Ni rastro de los camareros musculosos de la barra de la discoteca, ni de las camareras siliconadas de la parte de arriba, la dedicada a los mirones, solitarios, e ineptos para la danza. Ni limpiadoras ni porteros, ni parejas rezagadas sobre los mullidos sillones sobre los que escanciaban su pasión adulterada, el amor de garrafón del fin de semana.
El desconcierto al principio la inmovilizó. No lograba entender nada. Si se trataba de una broma, estaba resultando ser de poco gusto. De ninguno.
Cuando le volvieron a responder las piernas, bajó hasta la pista. Se asomó por encima de la barra buscando no sabía bien qué: alguien oculto, las pinzas de la cubitera por el suelo: nada. Volvió arriba. Igual. Regresó al baño. Puede que se hubiese excedido con el Brugal aquella noche, o que las madrugadas se le seguían dando igual de mal que siempre. Estaba tal como lo había dejado minutos antes. Por supuesto nadie en los lavabos, urinarios ni haciendo equilibrios sobre diminutos tubos de platino y cristal buscando en la nariz lo que su imaginación no les da.
Se enjuagó con abundante agua la cara y la nuca no fuera a ser que todo aquel ambiente le hubiese trastornado su percepción de la realidad. Pero no consiguió más que descorrerse el rimel y licuarse el carmín. Sola de nuevo al reencontrarse con la surrealista escena. Se dirigió entonces a la salida principal. El miedo la paralizó cuando comprobó que todos los accesos estaban cerrados por fuera. Intentó asomarse por el pequeño ojo de buey que mediaba una de las puertas: oscuridad. Noche. ¿Cómo si eran ya más de las ocho? Volvió la vista hacia el ropero: tampoco estaba la chica encargada del mismo, ni fichas, y sólo vio filas vacías de perchas excepto una que sustentaba su tres cuartos acolchado burdeos. Entró en la pequeña estancia y, con manos temblorosas descolgó el abrigo. El miedo siempre enfría y ella comenzaba a estar congelada.
Antes de subirse la cremallera hasta el cuello y cubrirse hasta las orejas con las hogueras solapas del jubón, percibió que aquello que le golpeaba el muslo derecho a cada paso dado, era su pequeño bolso colgado en bandolera. Frenéticamente buscó el teléfono móvil entre el resto de adminículos cosméticos variados que cohabitaban en tan recoleto espacio. Tenía que haberlo imaginado: no había cobertura; no podría comunicarse con el exterior. Marcó el número de Laura: silencio. El de Ana tras telefonear a Carolina y después hasta veinte contactos más con idéntica respuesta: la nada con voz de operadora enlatada.
Su desesperación iba en aumento. Le faltaba el aire; las lágrimas abrillantaban su visión; sus pies no sabían donde dirigirse, donde seguir sin llegar a ninguna parte. Así pasaron unos minutos que parecieron siglos: del corredor a la salida; de ésta a la pista de baile; de allí a la zona noble de arriba y después al cobijo viscoso de un desvencijado sillón que le diera una tregua al sollozo, la rabia y la impotencia que sentía.
Entonces sonó el doble bip estridente del celular. Abalanzándose sobre el bolso lo sacó y contestó haciendo caso omiso del nombre o número que la llamaba. Tras unos segundos de silencio repitió: “Sí. ¿Quién es?”– con voz trémula –. No hubo respuesta. Ahora imploraba una respuesta entre gritos y llanto. Otros segundos de vacío y después una ronca voz masculina vibró al otro lado del auricular: “Baila para mí. Si lo haces vivirás. Si no, aquí has encontrado tu final”. Se cortó de súbito la comunicación. Le temblaba tanto el pulso que el teléfono se le cayó al suelo. No lo recogió. Abrazada a sus rodillas mientras se repetía mecánicamente las frases de aquella voz ajada y desgarradora. Intentó controlar los latidos de su corazón respirando profundamente varias veces seguidas. Cuando el torrente sanguíneo se estabilizó meridianamente se levantó, bajó los cuatro escalones que la separaban de la pista; inhaló aire de nuevo como si fuera a sumergirse en una piscina y comenzó a bailar. Al principio se movía torpemente atenazada por el miedo, la ropa excesiva, la ausencia de música. Transcurridos diez, quizás quince minutos se deshizo del abrigo y el bolso; tarareaba mentalmente melodías conocidas y pegadizas y los pasos se tornaron más precisos y voluptuosos. Pasaron horas. Se descalzó. Las plantas de los pies comenzaron a sangrar; la cabeza le daba vueltas ante aquel ritmo incontrolable y artificial. El sudor le cubría todo el cuerpo; las piernas comenzaron a flaquear hasta finalmente caer y: la oscuridad.

Abrió los ojos sobresaltada. La imagen estaba borrosa, distorsionada. Acostumbró la vista a la luz, parpadeó repetidamente para enfocar y allí estaban Ana, Carolina y Laura. “Como tardabas vinimos a por ti” –dijo la primera de ellas. “¿Qué ha pasado? – acertó a decir. “Tú sabrás. Estuvimos casi quince minutos más fuera y como no salías entramos y te encontramos aquí, desmayada sobre el suelo”. No preguntó nada más. Se incorporó y salió en compañía de las tres amigas. Se despidieron en la parada de taxis más cercana, donde ya recuperada y como ninguna de las otras vivía en el mismo barrio que ella, entró en el primero que pasó a su altura con el cartel de libre. Le dio la dirección al taxista antes de que éste si quiera la preguntara. Quería llegar cuanto antes a casa. Pero al llegar a la esquina de la avenida que desembocaba en su calle, el taxi pasó de largo. Aún aturdida por el episodio sufrido, tardó unos segundos en preguntar: “Perdón, creo que se ha pasado la salida”. El conductor, clavando sus ojos turbios por el retrovisor contestó: “No, no me he equivocado”. “Entonces, ¿dónde me lleva?” – le preguntó.
- A que bailes para mí.

4 comentarios:

  1. Bueeenooo, aunque no es el relato que esperaba, esta bien. Aún así espero, reclamo, nos deleites con algo mas jugoso. Tú me entiendes. ¿A quien podría yo decirle que bailase para mi? ¿?

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  2. Querida lectora:
    Tengo mucha curiosidad por saber quien eres.Eso en primer lugar. En segundo , agradecerte tus comentarios y lecturas. Siempre son enriqucedores. Y por último, garantizarte tu relato. Supongo que no desearás nada ligh, verdad? Pronto te complaceré.

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  3. Me gustan las mujeres de tus historias, viven, les ocurren cosas interesantes, tienen cosas que contar y por descubrir e indagar.

    Me he vuelto a quedar con ganas de más

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  4. Es un buen relato. Lo mejor; Saber que va a pasar. ¿Para cuando el próximo?

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